miércoles, 10 de octubre de 2012

The Caramelos DayImprimirE-mail
Hay 365 días al año, pero debe haber, por lo menos, 7.000 ‘Días’ dedicados a las causas más variopintas. Unas muy nobles: Día del Refugiado, Día de la lucha contra el Cáncer; y otras causas quizás no tanto: Día de la manzana saboyana, Día de la Harley Davidson. Para un puñado de amigos, hoy es el “Día de los Caramelos”.
Y no porque estos amigos tengan sus negocios en el mundo de la dulcería o quieran exaltar algún tipo de caramelo con denominación de origen, etc., etc.La cosa es más sencilla y, quizás más honda.
Hoy 9 de octubre, recordamos el aniversario de la muerte de Juan Vaccari, un religioso guaneliano que murió en 1971, en un accidente de carretera y que dejó tras sí un halo de santidad y de verdad que, 41 años después, sigue siendo alimento nutricio para los que fuimos alumnos, cohermanos, amigos, simples conocidos ocasionales o atentos lectores de su biografía.
Pero ni siquiera la evocación de esta noble figura, cuya estatura moral sobrepasaba en mucho a su apostura física, sería suficiente para justificar el ‘Día de los Caramelos’.
Fue su Testamento -concretamente una cláusula de su Testamento- lo que ha dado origen a esta tradición de repartir o compartir caramelos cada 9 de octubre. Juan Vaccari, en su Testamento, en medio de altísimas consideraciones espirituales y de piadosos y fervientes deseos de salvación para sí y para sus hermanos, introdujo una cláusula en la que pedía que: ‘Si a la hora de mi muerte, encontrasen algún dinerillo en mis bolsillos, ruego se emplee en comprar caramelos para los buonifigli”, la palabra cariñosa con la que los guanelianos llaman a las personas con discapacidad.
Un caramelo es mucho para un niño pobre, es mucho para un ‘buonfiglio’, es mucho para un anciano solo. Un caramelo era mucho incluso en mi infancia que coincidió con la muerte del hermano Juan.
Un caramelo sigue siendo aún hoy un regalo, escaso de precio, pero abundante de valor. Un caramelo devuelve a todos a la infancia, a esa etapa en que preferíamos el ‘capricho y la golosina de un caramelo’ a cualquier otro alimento. Un caramelo remite a lo festivo y a lo celebrativo. Nadie es tan pobre que no pueda regalar un caramelo, ni nadie es tan rico que no pueda aceptarlo.
Por otro lado, todos somos ‘buonifigli’, es decir personas con discapacidades, con múltiples y llamativas o discretas discapacidades, afectivas, mentales, caracteriales, relacionales, mentales, físicas, de salud, de simpatías, de influencias, de sonrisas, de detalles, de abrazos…
Inmensamente discapacitados e infinitamente capaces, todo ser humano es frágil y a la vez fuerte, limitado y a la vez hábil, dichoso y al mismo tiempo desgraciado. Por eso mismo, ese Testamento del hermano Juan -en que pide que las monedillas que encuentren en su posesión el día de su muerte sean empleadas en comprar caramelos- va dirigido a cada uno de los que le conocimos y, por extensión, a cada uno de los que, por nosotros, le han conocido y le conocerán en el futuro. Todos somos herederos afortunados de una magnífica herencia vital, simbolizada humilde y también poéticamente, en un caramelo.
Muchos pasajes o episodios de la vida del hermano Juan podrían resumir su existencia de perfecta humildad, perfecta obediencia, perfecto servicio y perfecta oración. Pero es, a mi modo de ver, este Testamento (de los Caramelos) el que mejor define toda su andadura humana: la vida ordinaria, cuando se vive desde Dios y desde el hermano, es la más extraordinaria de las vidas.
El Día de los Caramelos nos recuerda también que, en la sencillez de un pequeño y humilde gesto, se encierra a veces una gran lección, más importante aún para el que ofrece el caramelo que para el que lo recibe.
Juan Bautista Aguado  

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